3 de noviembre de 2010

El silencio es un visitante incómodo

espectaculos

Lunes, 11 de octubre de 2010

TEATRO › ANALIA FEDRA GARCIA DIRIGE EL NOMBRE, DEL NORUEGO JON FOSSE

El silencio es un visitante incómodo


La pieza montada por García puede verse en La Carbonera, del barrio de San Telmo.
Imagen: Bernardino Avila


La directora señala que en la obra recientemente estrenada “los silencios operan en el querer encontrarse con el otro: los personajes prueban pero no pueden”. Se trata de una sórdida historia familiar en la que todos los integrantes tienen algún motivo para callar.

¿Por qué el silencio es, en una conversación, un visitante incómodo? El teatro nunca contestará eso. El silencio puede ser el protagonista de una historia, el centro en el que se cruzan los hilos de la acción; por eso el teatro puede, en todo caso, generar otras preguntas. No por nada el silencio ha sido –y es– motivo de análisis al interior de la disciplina. Hasta parece que la actualidad dramática tiene su rey de los silencios: el noruego Jon Fosse, dramaturgo poco difundido por estas tierras. Como sus textos traducidos al castellano escasean, no está de más aprovechar lo que la cartelera local tiene para ofrecer del hombre al que el mundo señala como el sucesor de Ibsen. Analía Fedra García acaba de estrenar El nombre (La Carbonera, Balcarce 998, los viernes a las 22.45), una sórdida historia familiar en la que todos los personajes tienen algún motivo para callar.

Es la historia de una espera, la del hijo de Beate (María Eugenia López), quien vuelve a la casa de sus padres con su panza como sorpresa. A su novio (Alfredo Staffolani) no se lo ve cómodo con ese futuro que se le viene encima. La espera da lugar a diferentes tensiones, protagonizadas por una pareja de jóvenes cuyas personalidades son incompatibles y un padre (Horacio Marassi) de quien se supone que dará el grito en el cielo al enterarse de la maternidad de su hija. A eso se suma el encuentro de Beate con un viejo amor, Bjarne (Sebastián Raffa). El nombre es la historia de una espera y la de unos vínculos modificados por ella, aunque a simple vista no lo parezca.

Analía Fedra García es, junto con Luis Cano, también traductora de esta obra, la tercera de Jon Fosse que llega a la cartelera porteña. Las otras son El hijo (dirigida por Martín Tufró) y La noche canta sus canciones (actualmente en cartel, versión de Daniel Veronese). La traducción fue reto obligado ante la ausencia de obras del noruego en castellano, tanto en librerías como en Internet. “Los textos de El nombre son muy acotados, concisos”, explica García. “Por eso, el peligro era que la traducción sea literal y no teatral. Tuve que encontrar una expresión que pueda ser dicha por un actor y que mantenga lo que el autor planteó.”

Cuando buscaba una segunda obra para dirigir –la primera fue Chiquito, de Luis Cano–, García quedó encantada con el texto de Fosse, porque “es generoso en sentido teatral”. Le representaba un desafío, cuenta, porque “el universo que plantea es muy particular”. Lo que ella entiende como diferente es, precisamente, la característica que se le subraya a Fosse a nivel mundial: el hecho de que los personajes callen. “Me gustó mucho cómo se generan los lazos. Están en los silencios, los acercamientos, las tensiones, las distancias. En lo que los personajes dicen y en lo que no”, analiza García. Lo dijo una vez Fernando Pessoa: hablar es la mejor forma de volverse desconocido.

La historia transcurre en una casa de campo. “Como estamos en una ciudad, queríamos generar algo de aquel imaginario desolado, descampado”, explica García. Para conseguirlo debieron “engendrar un ambiente sonoro”. Por eso, al silencio que eligen los personajes se opone un sonido que los acompaña durante toda la obra, el resoplido del viento que ingresa por las hendijas. “Para hacer patente la ausencia de diálogo se hizo necesario generar un afuera que irrumpe entre ellos. Y nos parecía necesario que estuviese todo el tiempo”, subraya la directora.

–En la historia del teatro, al silencio siempre le correspondió una interpretación. Se ha dicho que en Artaud, por ejemplo, los silencios apuntaban a las sensaciones escondidas por la moral. ¿Qué significan los silencios en esta obra?

–No están en vano. No es un “me callo la boca porque hablo poco o no sé qué decir” ni busca evitar conflictos. Los silencios operan en el querer encontrarse con el otro: los personajes prueban pero no pueden. Surgen por no saber qué hacer con el que tienen adelante. En el texto eso está extremado en cómo se juega, pero nos pasa en la vida cotidiana. A veces, en lugar de contestar, entregamos un gesto. Por eso es que no lo leí tanto como silencio, sino como gesto. Y en definitiva, el silencio es un gesto también.

–¿Y cuáles son las razones particulares por las que estos personajes callan?

–Cada persona puede proyectar, generar esas razones. Hicimos una construcción grupal de los personajes, es decir, son consecuencia de los vínculos que se generaron en el elenco. Por eso, lo del silencio no tiene que ver sólo con el texto, sino también con el actor. Cada uno pasa por cosas diferentes, por eso los silencios iban a ser distintos en cada caso. Sí hubo muchas propuestas por parte de los actores, que crearon hipótesis sobre qué podría haber pasado. En el terreno de lo no dicho, es importante que la hipótesis esté para sostener la ficción, pero no que sea leída como real. Lo interesante es que en los silencios el espectador completa, hace bastante trabajo.

–¿Qué ocurre en esta obra con la acumulación de la tensión? Hay algo que nunca explota, como en Chéjov.

–Sí. De todos modos, en Chéjov tiene más carnadura: es más evidente la latencia de eso que te lleva a pensar que la historia va a explotar. Está más expuesto. En Chiquito los personajes acumulaban tensión y llegaba un momento en que explotaba todo y se destruía. A estos actores les planteé la condensación: cuando parece que el novio va a venir con el hacha y se va a romper todo, hay una implosión. La tensión, en lugar de irse para afuera, produce un desmoronamiento interno. Los personajes se desarman. Uno de los actores me dijo algo que me pareció buenísimo: lo que no se nombra se repite. Ellos repiten textos, hay leitmotivs que se repiten. Eso se da porque ellos no nombran lo que tienen que nombrar.

Entrevista: María Daniela Yaccar.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/10-19567-2010-10-11.html


TEATRO // INCOMUNICADOS Por: Gabriela García Morales - 28/08/2010





Los viernes en La Carbonera se presenta El nombre, la obra de Jon Fosse auspiciada por la embajada de Noruega, con dirección de Analía Fedra García, quien encontró y tradujo este texto intenso y poético.



Si se quiere ser una persona
hay que pensar en todas las personas,
en todos lo que no nacieron,
en todos los muertos
y en todos los vivos.

Jon Fosse

Esta obra El nombre, una de las varias de Jon Fosse estrenadas en nuestro país cuenta con el apoyo de la Real Embajada de Noruega en Argentina. Jon Fosse, reconocido y aclamado dramaturgo, es en la actualidad, el autor noruego más representado después de Ibsen, y considerado como uno de los autores europeos contemporáneos más talentoso de su generación. Se destaca por haber creado su propio lenguaje teatral donde el silencio y las pausas dicen más que las palabras.


La historia es la de Bea, una chica que vuelve a la casa de sus padres. Está a punto de tener un hijo con un joven tan inmaduro como ella. El no viaja con ella y llega unas horas más tarde. Ambos vienen a quedarse, no tienen adónde ir. La casa familiar se hace más necesaria y asfixiante que nunca. Para recibirlos están la madre, el padre, la hermana y un antiguo novio. Los vínculos familiares antiguos y renovados a la vez, se tensan y reavivan.

La obra permanentemente marca un afuera y un adentro, el silencio y la incomunicación impiden una buena relación interpersonal. Cada uno es una isla que reacciona sin tener en cuenta al otro.
La esperanza es esa vida que está por llegar. Un bebé lleno de curiosidades está por nacer y se siente con fuerza.

El Nombre es un espectáculo sobre padres e hijos: sobre el momento en el que se es simultáneamente madre e hija; hijo y padre. Desde allí la obra contempla lo incierto de este devenir.

El ritmo de la obra es pausado y tenso, crea una sensación de angustia que es la que viven esos personajes opacos y desesperanzados.

Son varios los textos de este autor noruego que se han representado últimamente en Buenos Aires. Daniel Veronese hizo un puesta excelente de La noche canta sus canciones, Martín Tufró dirigió El hijo en el Camarín de las musas y ahora es Analía Fedra García con Nombre en La Carbonera.


Analía Fedra García encontró, tradujo y dirigió este texto de Fosse entendiéndolo como un desafío que continúa la línea de su puesta anterior: con Chiquito, de Luis Cano trabajó la problemática de la puesta en escena de un texto contemporáneo con rupturas espacio – temporales continuas. En El Nombre, abordó los vínculos familiares haciendo perceptible el extrañamiento de lo cotidiano.


En palabras de la directora:

De ‘El nombre’ me interesó el entramado entre lo dicho y lo no dicho, lo familiar y lo extrañado, lo gestual como un elemento preponderante en la constitución dramatúrgica del texto. Las palabras junto a los gestos, los silencios, los acercamientos y distancias de los personajes entre sí configuran la cualidad expresiva tan particular de la obra de Fosse. Ante esta obra quizá podamos comprendernos más a nosotros mismos en nuestros vínculos más primarios.

EL NOMBRE – JON FOSSE octubre 2010

Excelente. Un drama que se desarrolla desde el embarazo avanzado de Bea. Llega Bea a la casa paterna y llega su novio, más tarde porque según repite Bea “no quiere que lo vean con ella”. El traumático encuentro con la familia con la que ninguno de los dos quiere estar pero no saben a que otro lugar ir. Allí el nombre comienza a jugar su papel, hay que elegirle el nombre al niño. Bea insiste y desprecia la idea de su novio que incluyen los nombres de los abuelos que recuerda con cariño. También propone pensarlo luego que nazca para ver cual le queda bien, como algunos pueblos ancestrales. Conocer el nombre de otro es conocerlo en parte. Los nombres que no se piensan como moda o por como pega con el apellido.

El jefe de la familia desprecia al recién llegado y, por supuesto jamás lo nombra, no le pregunta el nombre y no habla mucho con él, no le deja contestar, le pregunta a los otros miembros de la familia mencionándolo como “él”. “Tu padre no dice mi nombre” Todos los encuentros son fríos e inconclusos, permanentemente se corta toda conversación generando una tremenda sensación de angustia.

Para ubicarnos un poco debemos pensar en Noruega, en un viento permanente y un tiempo oscuro. Las frialdades personales tienen otro tenor en esos climas. Para compararlo en nuestras tierras podríamos pensar un poco en la gente del campo patagónico o cordillerano del sur. Tierra en las que los hombres encuentran parte de sus raíces en los inmigrantes anglosajones o de Europa del Este. Juntemos a eso las a veces solitarias vidas y los climas inhóspitos y entenderemos ese tipo de frialdad, ese trato corto. Allí te pueden estar cebando mate media hora antes de comentarte algo sobre el clima, ya no digamos algo personal. Noruega es las antípodas en otro sentido que Japón. Esta obra es también una manera de asomarse a ese mundo, algo así como ver teatro Kabuki nos asoma a la manera de ser japonesa.

El novio comienza a contar una historia sobre su idea de los niños no nacidos, ellos conversan, hablan con sus almas en algún lugar y no eligen donde irán, alguien los manda aunque no quieran. A Bea esto la angustia sobremanera. Bea sueña con darle el nombre de un antiguo amigo y novio que hace su aparición “Bjarne” y allí se vuelve a medir la importancia del peso de un nombre. Este Bjarme es la única persona de todo el grupo al que el padre llama por su nombre, saluda con alegre camaradería y se interesa por él.

Una maquinaria genial de angustia diseñada por un relojero y, me parece, traducida con un respeto y un buen gusto admirables.

La puesta es interesante ya que aprovecha el tamaño de la sala para largos ires y venires de los familiares en extraño ciclo de vida en medio del mal clima. Las actuaciones muy buenas. Me gustaron especialmente Fabiana Falcón, Horacio Marassi y sobre todo María Eugenia López que compuso sobriamente a Bea, sin ahorrarse nada de las emociones que se agitan ahogadas en el alma. María Inés Senabre

http://espectaculosalamod.wordpress.com/boletines-criticas-etc/el-nombre-jon-fosse-octubre-2010/

El Nombre, publicado por Agencia NAN

En la obra teatral dirigida por Analía Fedra García una historia de familia que no remite a la argentinidad pero tampoco la desmiente la acción no está en lo que se dice, sino en lo que se teje invisible en personajes atormentados. Y los vínculos están en lo que se oculta y aparece en un gesto descuajeringado.

Por María Daniela Yaccar
Fotografía gentileza de El nombre

Buenos Aires, octubre 26 (Agencia NAN-2010).- La palabra que se calla produce dolor de estómago, dijo --¿quién si no?-- Friedrich Nietzsche, en ese libro de tono autobiográfico que es Ecce Hommo. La palabra que se calla, da a entender aquella frase, no es sinónimo de silencio. O mejor: el silencio es sólo una parte, su cara visible. Resulta que hay, al mismo tiempo, algo que permanece escondido, que se guarda, que se cubre bajo el manto de la impotencia, la piedad, la vergüenza, la falsedad, la envidia o cualquier sentimiento de resguardo del que se trate.

¿Por qué comenzar con “la palabra que se calla” para hablar de El nombre? Porque el aspecto más atractivo de la obra que dirige Analía Fedra García --y que tradujo junto a Luis Cano-- los viernes a las 22.45 en La Carbonera (Balcarce 998) es que todos los personajes tienen algo para callar. El texto es del noruego Jon Fosse, dramaturgo poco conocido en Argentina --sus obras no han sido editadas; difícil saber dónde está el problema, si es de traducción o de edición--, aunque haya sido señalado por muchos como el sucesor de Ibsen. Y, precisamente, si la actualidad dramática tiene un amo de los silencios, ése es Fosse.

La historia ha nacido en un país remoto y eso se nota: no hay nada en la obra de García que remita a la argentinidad. Pero lo cierto es que tampoco existe algo que la desmienta. Para empezar, se trata de una historia familiar, y hay condimentos en las familias a los que les cabe la categoría de universales. Hay un embarazo no adolescente pero sí joven que podría leerse como no deseado. Hay una pareja que no se entiende demasiado bien. Hay un padre al que, supuestamente, no le gustará nada tener un nieto.

Beate (María Eugenia López) llega a la casa de sus padres con su futuro bebé a cuestas. Ella y su novio (Alfredo Staffolani) tienen menos alegría que un potus por ese futuro que los espera, inevitable. Por lo poco que conversan, se entiende que al padre de ella (Horacio Marassi) no le caerá bien la noticia. Completan la familia la madre de Bea (Fabiana Falcón) y su hermana (Verónica Mayorga) que, con sus extrañas personalidades --la realidad es que todos los personajes están envueltos por el halo de lo impredescible--, no hacen más que sumar tensión a la historia. Esa es la palabra que predomina en la obra, su clima: tensión, que gira alrededor de una espera inesperada, alrededor de un niño que todavía no tiene nombre.

La tensión crece cuando se incorpora a la trama Bjarne (Sebastián Raffa), un viejo amor de Beate. La historia es agitada, hasta incluye engaños, y sin embargo pasa poco. Porque, como en Chéjov, la acción no está afuera. No está en lo que se dice, está en lo que no, en lo que se teje invisible en esas personalidades atormentadas. Y los vínculos están en lo que se oculta, pero que a veces aparece en un gesto descuajeringado.

En eso de decir mediante gestos destaca el trabajo de Staffolani, el novio compungido al que nadie le concede demasiada atención, pese a que arriba a esa casa por primera vez. En efecto, a nadie le interesa, siquiera, saber su nombre. Sabe, Staffolani, transparentar su tristeza, con sus ojos celestes siempre vidriosos, al borde del llanto que nunca ocurre. Es interesante, en tal sentido, el juego que se le propone al espectador: será él el encargado de descifrar el por qué de las tristezas y de los silencios de los personajes. Todos callan por motivos diferentes, que por supuesto no son dichos.

Acompaña a ese silencio abrumador el escenario en que la historia transcurre, una casa de campo estancada en el tiempo. Y contrasta con él el constante soplido del viento, un acierto desde el punto de vista de la puesta, porque el sonido no se queda en la mera decoración; opera en sentido narrativo. Se cuela en los diálogos incómodos en los que lo que no se nombra vuelve, a la manera del espectro de Lacan porque vuelve transformado.

http://agencianan.blogspot.com/2010/10/el-nombre-en-la-carpinteria.html