3 de noviembre de 2010

El Nombre, publicado por Agencia NAN

En la obra teatral dirigida por Analía Fedra García una historia de familia que no remite a la argentinidad pero tampoco la desmiente la acción no está en lo que se dice, sino en lo que se teje invisible en personajes atormentados. Y los vínculos están en lo que se oculta y aparece en un gesto descuajeringado.

Por María Daniela Yaccar
Fotografía gentileza de El nombre

Buenos Aires, octubre 26 (Agencia NAN-2010).- La palabra que se calla produce dolor de estómago, dijo --¿quién si no?-- Friedrich Nietzsche, en ese libro de tono autobiográfico que es Ecce Hommo. La palabra que se calla, da a entender aquella frase, no es sinónimo de silencio. O mejor: el silencio es sólo una parte, su cara visible. Resulta que hay, al mismo tiempo, algo que permanece escondido, que se guarda, que se cubre bajo el manto de la impotencia, la piedad, la vergüenza, la falsedad, la envidia o cualquier sentimiento de resguardo del que se trate.

¿Por qué comenzar con “la palabra que se calla” para hablar de El nombre? Porque el aspecto más atractivo de la obra que dirige Analía Fedra García --y que tradujo junto a Luis Cano-- los viernes a las 22.45 en La Carbonera (Balcarce 998) es que todos los personajes tienen algo para callar. El texto es del noruego Jon Fosse, dramaturgo poco conocido en Argentina --sus obras no han sido editadas; difícil saber dónde está el problema, si es de traducción o de edición--, aunque haya sido señalado por muchos como el sucesor de Ibsen. Y, precisamente, si la actualidad dramática tiene un amo de los silencios, ése es Fosse.

La historia ha nacido en un país remoto y eso se nota: no hay nada en la obra de García que remita a la argentinidad. Pero lo cierto es que tampoco existe algo que la desmienta. Para empezar, se trata de una historia familiar, y hay condimentos en las familias a los que les cabe la categoría de universales. Hay un embarazo no adolescente pero sí joven que podría leerse como no deseado. Hay una pareja que no se entiende demasiado bien. Hay un padre al que, supuestamente, no le gustará nada tener un nieto.

Beate (María Eugenia López) llega a la casa de sus padres con su futuro bebé a cuestas. Ella y su novio (Alfredo Staffolani) tienen menos alegría que un potus por ese futuro que los espera, inevitable. Por lo poco que conversan, se entiende que al padre de ella (Horacio Marassi) no le caerá bien la noticia. Completan la familia la madre de Bea (Fabiana Falcón) y su hermana (Verónica Mayorga) que, con sus extrañas personalidades --la realidad es que todos los personajes están envueltos por el halo de lo impredescible--, no hacen más que sumar tensión a la historia. Esa es la palabra que predomina en la obra, su clima: tensión, que gira alrededor de una espera inesperada, alrededor de un niño que todavía no tiene nombre.

La tensión crece cuando se incorpora a la trama Bjarne (Sebastián Raffa), un viejo amor de Beate. La historia es agitada, hasta incluye engaños, y sin embargo pasa poco. Porque, como en Chéjov, la acción no está afuera. No está en lo que se dice, está en lo que no, en lo que se teje invisible en esas personalidades atormentadas. Y los vínculos están en lo que se oculta, pero que a veces aparece en un gesto descuajeringado.

En eso de decir mediante gestos destaca el trabajo de Staffolani, el novio compungido al que nadie le concede demasiada atención, pese a que arriba a esa casa por primera vez. En efecto, a nadie le interesa, siquiera, saber su nombre. Sabe, Staffolani, transparentar su tristeza, con sus ojos celestes siempre vidriosos, al borde del llanto que nunca ocurre. Es interesante, en tal sentido, el juego que se le propone al espectador: será él el encargado de descifrar el por qué de las tristezas y de los silencios de los personajes. Todos callan por motivos diferentes, que por supuesto no son dichos.

Acompaña a ese silencio abrumador el escenario en que la historia transcurre, una casa de campo estancada en el tiempo. Y contrasta con él el constante soplido del viento, un acierto desde el punto de vista de la puesta, porque el sonido no se queda en la mera decoración; opera en sentido narrativo. Se cuela en los diálogos incómodos en los que lo que no se nombra vuelve, a la manera del espectro de Lacan porque vuelve transformado.

http://agencianan.blogspot.com/2010/10/el-nombre-en-la-carpinteria.html

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