En los intersticios de las relaciones, en los silencios que dicen más que las palabras, en la imposibilidad de nombrar –porque sino compromete o duele-, ahí se entromete la obra El nombre, de Jon Fosse con dirección de Analía Fedra García.
Hay un merito enorme en la traducción del texto, realizada por la misma directora y Luís Cano, ya que en la cadencia del mismo esta basada el tempo y la profundidad de la pieza. Los diálogos (los que se concretan y los sordos), los pequeñísimos monólogos, la cotidianeidad de las palabras, junto con sus pausas, son una finísima pero abigarrada red en la que se sustenta el devenir desangelado y opaco de esos seres.
Otro merito, esta vez en la dirección, es el registro minimalista y puntilloso que se eligió para exhibir ese mundo, tanto en el delineamiento de los personajes como en sus interrelaciones.
Porque, a modo de los icebergs, el mundo interior de cada uno de ellos es vislumbrado en la superficie de lo cotidiano. Nada es banal o sin sentido en las frases, silencios o acciones de estos seres. El gran hallazgo de García es que ahondando en esta cotidianeidad es donde halló el denso extrañamiento que envuelve la obra.
Un elenco sensible e impecable permite que la pieza no abandone, en ningún momento, su lograda cadencia. Las actrices y los actores logran intensas aristas. Así se puede sentir la ternura desamparada de María Eugenia López; el miedo al compromiso de Alfredo Staffolani; el desencanto de Fabiana Falcón y Horacio Marassi; la juventud que no halla su lugar de Verónica Mayorga; y la desaprensión de Sebastián Raffa.
El diseño de escenografía y vestuario de José Daniel Menossi se imbrican con la idea de que lo cotidiano de paso a lo extraño. Es de vital importancia el sutil diseño de luces de Marco Pastorino.
El nombre es una obra que llama a pensar el porque cuesta tanto llamar las cosas por su….
Gabriel Peralta
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